Palabras

Ejemplos de oraciones con la palabra cuyos

Lista de frases en las cuales se puede ver cómo se usa la palabra cuyos en el contexto de una oración.

Término cuyos: Frases

Si quieres ver ejemplos de uso de la palabra "cuyos" aquí tienes una selección de 63 frases y oraciones donde se puede ver su aplicación en un texto.

En cada una de las frases aparece resaltada la palabra cuyos para que la puedas detectar fácilmente.

Para evitar saturar nuestro sistema sólo se mostrarán un máximo de 100 frases por palabra.

  • Se avenía a esta ley, cuyos efectos procuraba evitar.
  • Cuanto más lejos estaba el país cuyos intereses se discutían, más le convenía.
  • Este es el león del desierto cuyos rugidos espantan al más bravo de los cazadores.
  • Recuerdo haber visto entrar en casa unas mujeres, cuyos nombres y condición no puedo decir.
  • Entre éstos distinguió Martín los dos jacos en cuyos lomos fueron desde Zumaya hasta Estella.
  • Al otro, una ancha acequia, cuyos bordes en pendiente estaban cubiertos por espesos y altos cañares.
  • Así terminó aquel diálogo, cuyos pormenores he conservado en mi memoria, a pesar del tiempo transcurrido.
  • Y las tres se abalanzaron a la pobre bestia, soltando sus faldas, cuyos bordes barrieron la suciedad del suelo.
  • Fue un día a desahogar sus cuitas con don Eugenio, el abad de Naya, cuyos discretos pareceres le alentaban mucho.
  • La vivificante sangre de la huerta iba lejos, para otros campos cuyos dueños no tenían la desgracia de ser odiados.
  • Y las manitas, cuyo pellejo rellenaba ya suave grasa, y cuyos dedos se redondeaban como los del niño Dios cuando bendice.
  • Esto lo decía en la sala, al ver entrar a Nicolás, cuyos ojos tenían aún señales evidentes de lo bien que había dormido.
  • Las gentes, cuyos gritos sonaban á lo lejos, en las puertas de las barracas, ya no le odiaban, ya no perseguirían á los suyos.
  • El señorito de Ulloa entraba seguido de dos perros perdigueros, cuyos cascabeles acompañaban su aparición con jubiloso repique.
  • Yo iba considerando que a nadie que nos veía era posible el determinar cúyos eran los lacayos, ni cuál era el que no le llevaba.
  • Y de ella va sacando unas camisas, unos pañuelos, unos calzoncillos, cuatro tomitos encuadernados en piel y en cuyos tejuelos rojos pone.
  • El paisaje es ancho y hermoso, limitado al Sur por la fila de cementerios, cuyos mausoleos blanquean entre el verde oscuro de los cipreses.
  • ¡Eh, los náufragos! ¡Adelante! Empujamos la puerta, pasamos al jardín y entramos por un patio a cuyos lados había dos perros de piedra.
  • Yo había formado esta geografía a mi antojo, según las procedencias más frecuentes de los barcos, con cuyos pasajeros hacía algún trato.
  • El hogar doméstico, cuyos antiguos muebles, transmitidos de generación en generación, parecen el símbolo de la perpetuidad de las naciones.
  • Pasó Rubín a la salita, y dejando su capa, se sentó en un sillón de hule cuyos muelles asesinaban la parte del cuerpo que sobre ellos caía.
  • Los marineros y soldados muertos, cuyos cadáveres yacían sin orden en las baterías y sobre cubierta, ascendían a la terrible suma de cuatrocientos.
  • Quitó el codo de la mesa y apoyó en ella los dos brazos cruzando las manos, entre cuyos dedos oprimía el cigarro, cargado con una pulgada de ceniza.
  • Papitos dormía como un ángel, apoyada la mejilla sobre el brazo tieso, y conservando en la mano de él la media, por cuyos agujeros asomaban los dedos.
  • En el fondo, entre los líquenes verdes y las piedrecitas de colores, aparecían rojos erizos de mar cuyos tentáculos blandos se contraían al tocarlos.
  • Y todos se abalanzaron á él, en la entrada de la barraca, bajo la vetusta parra, á través de cuyos pámpanos brillaban las estrellas como gusanos de luz.
  • Ya quisieran muchos niños, cuyos papás gastan levita y cuyas mamás se zarandean por ahí, estar tan lucidos y bien apañados como están los de Guillermina.
  • El coche tomó por una calle ancha de casas bajas, luego cruzó varias encrucijadas y se detuvo en una plaza delante de un caserón blanco, en uno de cuyos balcones se leía.
  • Tampoco levantó la desalentada cabeza para contemplar las torres de Cuarte, cuyos rojizos muros adquirían en su parte alta un tinte de incendio reflejando la puesta del sol.
  • La noche era tranquila, no soplaba ninguna brisa, y el azul del cielo sólo estaba empañado por la columna de humo, entre cuyos blancos vellones asomaban curiosas las estrellas.
  • Tiene un castillo que aún conserva la torre del homenaje, y en cuyos salones don Diego Pacheco, gran protector de los moriscos, vería ondular el cuerpo serpentino de las troteras.
  • Ya no volví a subir al naranjo, cuyos azahares crecieron tranquilos, libres de mi enamorada rapacidad, desarrollando con lozanía sus hojas y con todo lujo su provocativa fragancia.
  • Se asociaba a las impresiones de su niñez aquel santo tan guapote, reclinado sobre nubes, con su vara, su niño, y aquella capa amarilla cuyos pliegues hacían competencia al celaje.
  • Bien era verdad que no podía volverse la vista á ningún lado sin tropezar con alguna obra maestra, cuyos rabiosos colores parecían alegrar á los parroquianos, animándoles á beber.
  • Las personas desconocidas, las mujeres de pueblo no se atrevían a tanto, y las pocas de esta clase que confesaban con él acudían en montón a la capilla obscura cuyos secretos envidiaba don Custodio.
  • Hablaba de repente, llamas de amor místico subían de su corazón a su cerebro, y el púlpito se convertía en un pebetero de poesía religiosa cuyos perfumes inundaban el templo, penetraban en las almas.
  • Tienen hogar, verdadero hogar, con padre y madre, y es un hogar limpio, castísimo, por todos cuyos rincones pueden andar a todas horas, un hogar donde nunca hay que cerrarles puerta alguna, un hogar sin misterios.
  • El corral, cercado antes con podridos cañizos, tenía ahora paredes de estacas y barro, pintadas de blanco, sobre cuyos bordes correteaban las rubias gallinas y se inflamaba el gallo, irguiendo su cabeza purpúrea.
  • En la calle de Milaneses, en la de Mesón de Paños y en Platerías se albergaban diferentes familias de ex deicidas, cuyos últimos vástagos han llegado hasta nosotros, ya sin carácter fisonómico ni etnográfico.
  • De todos modos, la idea de ser llevados a Gibraltar como prisioneros era terrible, si no para mí, para los hombres pundonorosos y obstinados como mi amo, cuyos padecimientos morales debieron de ser inauditos aquel día.
  • Era costumbre inveterada que aquel círculo aristocrático (como le llamaba el Alerta, a cuyos redactores no se convidaba nunca, porque se empeñaban en asistir de jaquet ) diese baile, pero jamás de trajes, el lunes de Carnaval.
  • Con placer del niño voluntarioso cuyos dedos entreabren un capullo, gozaba en poner colorada a Nucha, en arañarle la epidermis del alma por medio de chanzas subidas e indiscretas familiaridades que ella rechazaba enérgicamente.
  • Antes de llegar la procesión a una calle, ya se sabía en ella, por las apretadas filas de las aceras, por la muchedumbre asomada a ventanas y balcones que la Regenta venía guapísima, pálida, como la Virgen a cuyos pies caminaba.
  • Mas, ¿quién es el guapo que se atreve a formar estadística de las ramas de tan dilatado y laberíntico árbol, que más bien parece enredadera, cuyos vástagos se cruzan, suben, bajan y se pierden en los huecos de un follaje densísimo?
  • Rafael voceaba en la puerta del salón para que trajeran pronto el café a sus dos amigos, y Juanito, a falta de mejor ocupación, jugueteaba con la traviesa Miss, cuyos movimientos iban acompañados por el repicante cascabeleo de su pequeño collar.
  • Y entre el repique de las castañuelas y redoble de los atabales, avanzaban las cuatro parejas de gigantes, enormes mamarrachos cuyos peinados llegaban a los primeros pisos y que danzaban dando vueltas, hinchándose sus faldas como un colosal paracaídas.
  • Mi buena estrella me llevó a cierta casa, cuyos dueños se apiadaron de mí, mostrándome gran interés, sin duda por el relato que de rodillas, bañado en lágrimas y con ademán suplicante, hice de mi triste estado, de mi vida, y sobre todo de mis desgracias.
  • A las tres de la tarde entró doña Manuela en la plaza del Mercado, envuelto el airoso busto en un abrigo cuyos faldones casi llegaban al borde de la falda, cuidadosamente enguantada, con el limosnero al puño y velado el rostro por la tenue blonda de la mantilla.
  • Varias veces noté que al subir una escalera delante de mí, cuidaba de no mostrar ni una línea ni una pulgada más arriba de su hermoso tobillo, y este sistema de fraudulenta ocultación era una ofensa a la dignidad de aquel cuyos ojos habían visto algo más arriba.
  • Huyó de aquellos sitios, dirigiéndose al final de la feria, donde estaban los restaurants al aire libre, las buñolerías apestando el ambiente con el aceite frito de sus fogones, y las rifas, cuyos dueños atraían con furiosos gritos a la gente, prometiendo una fortuna.
  • Los pueblos y caseríos, compactos y apiñados hasta el punto de parecer de lejos una sola población, matizaban de blanco y amarillo aquel gigantesco tablero de damas, cuyos cuadros geométricos, siendo todos verdes, destacábanse unos de otros por sus diversas tonalidades.
  • Los dos criados encontraban cada vez más pesadas sus cestas, y seguían con dificultad a la señora al través del gentío compacto e inquieto que se agitaba a la entrada del Mercado Nuevo, cuyos pórticos, en plena tarde de sol, tenían la lobreguez y humedad de una boca de cueva.
  • Ved ahora cómo una rama de los Morenos se mete entre el follaje de los Gravelinas, donde ya se engancha también el ramojo de los Trujillos, el cual venía ya trabado con los Arnaiz de Madrid y con los Bonillas de Cádiz, formando una maraña cuyos hilos no es posible seguir con la vista.
  • El 20 de Octubre, un día antes de Trafalgar, Napoleón presenciaba en el campo de Ulm el desfile de las tropas austriacas, cuyos generales le entregaban su espada, y dos meses después, el 2 de Diciembre del mismo año, ganaba en los campos de Austerlitz la más brillante acción de su reinado.
  • Perucho, cuyos pies descansaban en las anfractuosidades del muro, se quedó como incrustado en él, sin osar respirar, ni bajarse, ni moverse, porque aquel hombre desconocido, mal encarado y en acecho, le infundía el pavor irracional de los niños, que adivinan peligros cuya extensión ignoran.
  • En cuanto comprendió de qué se trataba, antes de oír las frases crudas con que pintó la rubia lúbrica el asalto del caserón de los Ozores por el Tenorio vetustense, don Fermín giró sobre los talones, como si fuera a caer desplomado, dio dos pasos inciertos y llegó al balcón contra cuyos cristales apoyó la frente.
  • De lo que él estaba seguro era del efecto profundo y saludable que en semejante mujer tenían que producir las bellezas del culto el día en que ella las presenciara con atención y dispuesto el ánimo a las sensaciones místicas por aquella excitación nerviosa, de cuyos accesos tantas noticias tenía ya el confesor diligente.
  • Alto y bien barbado, tenía el pescuezo y rostro quemados del sol, pero por venir despechugado y sombrero en mano, se advertía la blancura de la piel no expuesta a la intemperie, en la frente y en la tabla de pecho, cuyos diámetros indicaban complexión robusta, supuesto que confirmaba la isleta de vello rizoso que dividía ambas tetillas.
  • Según allí refirieron, la lucha había sido horrorosa, y los dos poderosos navíos, cuyos penoles se tocaban, estuvieron destrozándose por espacio de seis horas, hasta que herido el general Álava, herido el comandante Gardoqui, muertos cinco oficiales y noventa y siete marineros, con más de ciento cincuenta heridos, tuvo que rendirse el Santa Ana.
  • Huyó hacia las calles anchas, dejó la Encimada con sus resonantes aceras gastadas y estrechas, su triste soledad solemne, su hierba entre los guijarros, sus caserones ahumados, sus rejas de hierro encorvadas, y buscó la Colonia, saliendo por la plaza del Pan, la calle del Comercio y el Boulevard, de cuyos arbolillos caían hojas secas sobre anchas losas.
  • Las jacas pamplonesas, cubiertas con inquietos borlajes y repiqueteantes cascabeles, pasaban como rayos por entre el gentío tirando de las tartanillas de colores claros, de los coches señoriales y de los carruajes ingleses, en cuyos bancos erguíanse como cimbreantes flores las muchachas vestidas de rosa o azul, con el rostro realzado por el marco de blanca blonda.
  • XIV Era el Espolón un paseo estrecho, sin árboles, abrigado de los vientos del Nordeste, que son los más fríos en Vetusta, por una muralla no muy alta, pero gruesa y bien conservada, a cuyos extremos ostentaban su arquitectura achaparrada sendas fuentes monumentales de piedra obscura, revelando su origen en el ablativo absoluto Rege Carolo III, grabado en medio de cada mole como por obra del agua resbalando por la caliza años y más años.
  • A esto se reducía todo el ornato del cementerio, mas no su vegetación, que por lo exuberante y viciosa ponía en el alma repugnancia y supersticioso pavor, induciendo a fantasear si en aquellas robustas ortigas, altas como la mitad de una persona, en aquella hierba crasa, en aquellos cardos vigorosos, cuyos pétalos ostentaban matices flavos de cirio, se habrían encarnado, por misteriosa transmigración, las almas, vegetativas también en cierto modo, de los que allí dormían para siempre, sin haber vivido, sin haber amado, sin haber palpitado jamás por ninguna idea elevada, generosa, puramente espiritual y abstracta, de las que agitan la conciencia del pensador y del artista.