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Ejemplos de oraciones con la palabra lectura

Lista de frases en las cuales se puede ver cómo se usa la palabra lectura en el contexto de una oración.

Término lectura: Frases

Si quieres ver ejemplos de uso de la palabra "lectura" aquí tienes una selección de 56 frases y oraciones donde se puede ver su aplicación en un texto.

En cada una de las frases aparece resaltada la palabra lectura para que la puedas detectar fácilmente.

Para evitar saturar nuestro sistema sólo se mostrarán un máximo de 100 frases por palabra.

  • El viejo comienza la lectura.
  • Comienza la lectura de papeletas.
  • Pero semejante lectura me daba ganas de.
  • Caía en la lectura como en una cisterna.
  • El gabinete de lectura se fue cerca de los billares.
  • Y no había de trasladar su lecho al gabinete de lectura.
  • Empezó a olvidar algunas noches la lectura de Santa Teresa.
  • Y se había enfrascado en la lectura de Los Mohicanos de Dumas.
  • A las once de la noche no quedaba nadie en el gabinete de lectura.
  • Seguía cantando y el otro ¡plum!, se chapuzaba otra vez en su lectura.
  • En el gabinete de lectura, Trifón Cármenes repasando Ilustraciones antiguas.
  • El gabinete de lectura, que también servía de biblioteca, era estrecho y no muy largo.
  • Así, por ejemplo, la lectura de libros prohibidos, veneno para los débiles, era purga para los fuertes.
  • Veíase que era mozo inteligente, de bastante lectura y determinado a lidiar con las enfermedades ajenas.
  • Lucía el Casino entre su maltratado mueblaje un caduco sofá de gutapercha, gala del gabinete de lectura.
  • El poeta sufría como uno de los condenados de aquel poema de Dante, cuya lectura nunca había podido terminar.
  • Al oscurecer de una tarde de octubre estaba Julián sentado en el poyo de su ventana, engolfado en la lectura del P.
  • La Marquesa de Vegallana y su tertulia, más la del barón de la Barcaza y Pepe Ronzal cenaron en el gabinete de lectura.
  • Ningún tropiezo le detenía en su lectura, pues cuando le salía al encuentro un latín largo y oscuro, le metía el diente sin vacilar.
  • Entonces estaba enferma, la lectura de Santa Teresa, la debilidad, la tristeza, le habían encendido el alma con visiones de pura idealidad.
  • A veces meditaba en ello interrumpiendo la lectura de Fray Luis de Granada y de los seis libros de San Juan Crisóstomo sobre el sacerdocio.
  • En un rato que tuvo libre, se fue al rincón del laboratorio en que guardaba sus libros, y cogió uno disponiéndose a sumergirse en la lectura.
  • Después comenzó la lectura de Parerga y Paralipomena, y le pareció un libro casi ameno, en parte cándido, y le divirtió más de lo que suponía.
  • Ballester había conseguido, combinando la persuasión con la severidad, apartarle en absoluto de toda lectura favorable a la concentración del ánimo.
  • La otra, la de Lamela, con su idealismo práctico, y, por último, la lectura de Parerga y Paralipomena de Schopenhauer, que le inducía a la no acción.
  • Fue a verle, escogió los que más despertaron su curiosidad por los títulos, y consagró a la lectura todo el tiempo que le dejaban libre el café y el sueño.
  • Un día se topó en la sala de lectura con Fermín Ibarra, el condiscípulo enfermo, que ya estaba bien, aunque andaba cojeando y apoyándose en un grueso bastón.
  • Leía todos los artículos de su novio, que este le llevaba recortados de los periódicos y pegados en cuartillas, y con esta lectura se iba ilustrando considerablemente.
  • En el tresillo, en el gabinete de lectura, en el billar, en las salas de conversación, de dominó y ajedrez, había siempre las mismas personas, los aficionados respectivos.
  • Antes estaba el tresillo cerca de los billares, pero el ruido de las bolas y los tacos molestaba a los tresillistas que se fueron al gabinete rojo, donde estaba entonces el de lectura.
  • Enfrente está el gabinete de lectura, con una agradable sillería gris y estantes llenos de esos libros grandes que se imprimen para ornamentación de las bibliotecas en que no lee nadie.
  • Pero pronto se olvidó el incidente, para comentar la conducta de aquellas señoras y caballeros que se encerraban en el gabinete de lectura a cenar y bailar como si el Casino no fuese de todos.
  • Acudió de repente a su memoria aquella tarde de la lectura de San Agustín en la glorieta de su huerto, en Loreto, cuando era niña, y creyó oír voces sobrenaturales que estallaban en su cerebro.
  • Azorín se ha ruborizado, pero ha convenido interiormente en que algo benévolo debe de ser cuando se apresta a oír la lectura que el viejo va a hacerle de tres zarzuelas suyas, cada una en un acto.
  • La conversación fue sobre asuntos de la casa, que Fortunata elogió mucho, encomiando los progresos que hacía en la lectura y escritura, y jactándose del cariño que le habían tomado las señoras.
  • Rendida del trabajo, dedicaba las horas de la noche y los domingos enteros a la lectura de novelas, devorándolas, sin predilección, pues bastaba para su gusto que la hiciesen llorar mucho, pero mucho.
  • El más digno de consideración, entre los abonados al gabinete de lectura, era un caballero apoplético, que había llevado granos a Inglaterra y se creía en la obligación de leer la prensa extranjera.
  • Doña Manolita era señora en regla, puesto que era casada, ayudaba a las monjas en las clases de lectura y escritura, y ponía un empeño particular en enseñar a Fortunata, de lo que principalmente vino su amistad.
  • La lectura es vida artificial y prestada, el usufructo, mediante una función cerebral, de las ideas y sensaciones ajenas, la adquisición de los tesoros de la verdad humana por compra o por estafa, no por el trabajo.
  • La lectura la cansaba también y la aburría soberanamente, porque después de estarse un mediano rato sacando las sílabas como quien saca el agua de un pozo, resultaba que no entendía ni jota de lo que el texto decía.
  • Supo además el anciano que doña Lupe no vivía ya en Chamberí, sino en la calle del Ave María, y que todo el tiempo que le dejaba libre a Maxi la farmacia, lo empleaba en darse buenos atracones de lectura filosófica.
  • La aristocracia se había encerrado en un gabinete, en el gabinete de lectura, para cenar y bailar, y doña Ana Ozores, la mismísima Regenta que viste y calza, se había desmayado en brazos del señor don Álvaro Mesía.
  • Él, que no había consultado otro libro en su vida que un cuadernillo donde estaban comparados los pesos y medidas de Cataluña, Aragón y Castilla, miraba al principio con cierto respeto el afán de lectura del muchacho.
  • Pues así todas las artes, así la contemplación de la naturaleza, la lectura de las obras históricas, y de las filosóficas, siendo puras, podían elevar el alma y ponerla en el diapasón de la santidad al unísono de la virtud.
  • Había adelantado mucho en la lectura y escritura, y se sabía de corrido la doctrina cristiana, con cuya luz las Micaelas reputaban a su discípula suficientemente alumbrada para guiarse en los senderos rectos o tortuosos del mundo.
  • Batiste fué afeitado con bastante suerte, mientras escuchaba, hundido en el sillón de esparto y teniendo los ojos entornados, la lectura del maestro, hecha con voz nasal y monótona, sus comentarios y glosas de hombre experto en la cosa pública.
  • Don Pedro chupaba también con ensañamiento su cigarro y rumiaba las palabras del médico, que por extraño caso, atendida la diferencia entre un pensamiento relleno de ciencia novísima y otro virgen hasta de lectura, conformaban en todo con su sentir.
  • Luego leyeron ciertos papeles en que había apuntados los nombres de muchos barcos ingleses con la cifra de sus cañones y tripulantes, y durante su calurosa conferencia, en que alternaba la lectura con los más enérgicos comentarios, noté que ideaban el plan de un combate naval.
  • Dio cuerda a su velón, y apoyando los codos sobre la mesa intentó leer en las obras de Balmes, que le había prestado el cura de Naya, y en cuya lectura encontraba grato solaz su espíritu, prefiriendo el trato con tan simpática y persuasiva inteligencia a las honduras escolásticas de Prisco y San Severino.
  • Había leído más de veinte veces Los tres mosqueteros, y el fruto que sacó de esta lectura fue que los aprendices se burlasen de él viéndolo un día en el almacén, envuelto en un guiñapo colorado, con un rabo de escoba en la cadera y contoneándose como si fuese el mismo D Artagnan con todas sus jactancias de espadachín.
  • Se le sublevaba su amor propio de monarca indiscutible en los Pazos de Ulloa al verse tenido en menos que unos catedráticos acatarrados y pergaminosos, y aun que unos estudiantes troneras, con las botas rojas y el cerebro caliente y vibrante todavía de alguna lectura de autor moderno, en la Biblioteca de la Universidad o en el gabinete del Casino.
  • Junto a la imaginación exaltada del dependiente debía existir una enorme cantidad de sentido práctico capaz de sofocar todas las fantasías y caprichos, y a esto se debió, sin duda, que Melchor se reprimiera en sus románticas extravagancias, y en adelante, aunque sin abandonar la lectura de novelas, se dedicara con más asiduidad a sus quehaceres.
  • Pero recobraba el sentido, y a riesgo de nuevo pasmo volvía a la lectura, a devorar aquellas páginas por las cuales en otro tiempo su espíritu distraído, creyéndose, vanamente, religioso, había pasado sin ver lo que allí estaba, con hastío, pensando que las visiones de una mística del siglo dieciséis no podían edificar su alma aprensiva, delicada, triste.
  • En efecto Ronzal, abusando de su cargo en la Junta directiva, acaparó lo mejor del restaurant, tomó por asalto el gabinete de lectura, quitó periódicos de la mesa y puso manteles, cerró con llave la puerta, hizo que entrara el servicio por una de escape que estaba cerca del armario de libros, y allí pudo cenar la flor y nata de la nobleza vetustense con sus paniaguados y amigos de confianza.
  • Ana, que no había podido terminar la lectura de la carta, que había caído sobre la almohada como muerta en cuanto vio en aquellos renglones fangosos la confirmación terminante de sus sospechas, no pudo por entonces pensar en la pequeñez de aquel espíritu miserable que albergaba el cuerpo gallardo que ella había creído amar de veras, del que sus sentidos habían estado realmente enamorados a su modo.
  • Y Máximo Juncal, que aunque gran apologista de los artificios higiénicos lo era también de las milagrosas virtudes de la naturaleza, hallaba alguna dificultad en conciliar ambos extremos, y salía del paso apelando a su lectura más reciente, El origen de las especies, por Darwin, y aplicando ciertas leyes de adaptación al medio, herencia, etcétera, que le permitían afirmar que el método del ama, si no hacía reventar como un triquitraque a la criatura, la fortalecería admirablemente.